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El Orejano no se baja

Por Osvaldo A. Bodean, publicado por www.elentrerios.com

El sistema lo «invitó» a bajarse. Le «sugirió». A fuerza de ser sinceros y dejar a un lado eufemismos, se lo impuso. Pero él resiste.

Es vertical el sistema. Obliga. Hace que las rodillas se claven en tierra. Pero «El Orejano» no les dio el gusto. Resistió. Resiste. Y encima, para colmo, parece un tipo feliz, de libre vuelo, como un pájaro entrerriano. ¡Qué atrevimiento!

Me hace acordar a esa canción tan magistralmente interpretada por Mercedes Sosa junto a Nacha Roldán: «Pájaro de rodillas».

No hay canto verdadero

Ni canción tan sencilla

Que el pájaro al cantarla

Para más entregarla

Lo ponga de rodillas

Igual que el pájaro, tampoco El Orejano se arrodilla y sigue adelante con su canto, anunciándose, dominado por la certeza de que si se baja dejará de ser él mismo. Ya lo advirtió San Martín: «serás lo que debes ser o….»

Y el que canta al tirano

No es pájaro ni es nada

Es reptil del pantano

Cloqueando para el amo

De rodilla doblada

El Orejano no se baja porque está enamorado de lo que hace. Tanto que ni el resultado le importa. ¡Si será libre el tipo que hasta se liberó del miedo al fracaso!!!! Gane o pierda, sigue.

Lo encontré a la siesta, tipo dos de la tarde, haciendo publicidad callejera, la única que él utiliza. Ni diarios, ni medios digitales, ni radios, ni gigantografías, ni paradores en la playa. Lo suyo es la calle, mano a mano con la gente, y punto.

Es tan especial que tampoco emplea palabras. Le basta una melodía elemental, básica, pero inconfundible. Quien la escucha ya sabe: «ahí viene El Orejano».

El tipo se siente depositario de un mandato que le viene de antaño, de sus mayores. «Mi abuelo era español, afilador. Mi padre aprendió de él el oficio y yo lo continué. Esto se aprende en la casa», me dice, con orgullo, sin abandonar el asiento de la bicicleta, que es a su vez taller y despacho.

El sistema hace ya décadas que obligó a afiladores como él a bajarse, a reconvertirse. Los tapó un alud de tijeras importadas de China, baratijas, de descarte. Una infinita gama de cuchillos berretas, mango de plástico, tipo serrucho, que se consiguen hasta en los kioscos.

Y fueron desapareciendo. Menos El Orejano.

Me contó que se llama Horacio Fernández. Nació en Maciá y salió a la calle a afilar por primera vez a los 17 años.

Hoy vive en Villa Elisa, su base de operaciones. Desde allí parte hacia otras localidades: Liebig, Pronunciamiento, Primero de Mayo, Arroyo Barú, Colón, San José, etc. Pide permiso a la policía, «no sea que justo pase algo en el pueblo, falte alguna cosa y culpen al afilador». Luego, sale a recorrer calle por calle, haciendo sonar la flauta.

«Esto es lo que más me cuesta conseguir», me dice, señalando el instrumento. «A esta la cuido como oro. Las compro en jugueterías o en casas de cotillón, pero ya casi no se consiguen».

Le pido que la haga sonar y no se hace rogar. Con indisimulado orgullo, contesta todas las preguntas que le disparo y también se lleva la flauta a la boca y emite ese sonido casi mágico, estridente, con un remate agudísimo, casi un silbido de ánima.

Las nuevas generaciones tal vez no sepan de qué se trata. Los que peinan canas o quizá ya no peinen nada, escuchan y saben muy bien que el afilador se acerca. Lo reconocen como reconocerían al heladero de antaño con su campanilla, atrayendo a los niños en medio de las cálidas siestas de verano.

EL OREJANO NOS ESTÁ ENSEÑANDO ALGO

Quizá El Orejano no sea ejemplo ni de trabajador, ni de empresario, ni de inversor. Creo que ni siquiera le interesa serlo. Pero se me ocurre que, por su firme determinación de cumplir con su tarea, de no correrse de lo que siente que debe ser y hacer, El Orejano nos está enseñando algo.

Porque la Argentina de hoy, más que una grieta, padece de una «falla geológica». Muchos de sus habitantes nos hemos «desfasado»; aceptamos ser «corridos de lugar».

Nos hemos «bajado» de lo que decimos ser. De lo que debemos ser.

Para empezar por casa, el periodista duda si cuenta o no una noticia, no sea que le retiren la pauta o llamen desde el ministerio de desinformación. Y si deja de contar noticias, listo, se bajó del periodismo, aunque brinde cada 7 de junio.

El funcionario judicial duda en las causas que involucran a los poderosos. Y en vez de moverlo el deseo y el deber de hacer justicia, lo paraliza la preocupación por salvar su carrera judicial. O sea, se bajó. Parece juez, o fiscal, pero ya no lo es. Por contradictorio que parezca, si quiere conservar el cargo, no debe tomarse en serio su misión, no sea cosa que mande preso a algún poderoso.

Y la lista podría seguir al infinito. El dirigente gremial no se debe a sus trabajadores sino más bien al Patrón, sea privado o el Estado, que lo respaldan para seguir pareciendo lo que dejó de ser; la entidad intermedia se olvida de sus asociados de tanto cuidar el vínculo con los que fijan las reglas y reparten los auxilios; el médico ya no sirve a la salud de sus pacientes, preocupado como está por negociar el nomenclador, la cápita, la deuda…

Hasta el pobre, ese que casi no tenía bienes pero conservaba la dignidad del trabajo, aunque fueran sólo changas, es tentado a convertirse en otra cosa, en astuto beneficiario de cuanto plan ande dando vueltas o, lo que es aún peor, en soldado de los narcos que se instalaron en el barrio.

Así las cosas, este desfase generalizado hizo también que los partidos políticos fueran una cáscara hueca, sin ideas, sin principios ni fines, sellos de goma de los personalismos de turno. Y, obvio, los políticos corren igual suerte. Subvertidas como están las cosas, para hacer carrera, puede que les convenga servir dócilmente a los de arriba, al aguardo de una oportuna bendición.

Por eso es especial El Orejano. El hombre es afilador y, consecuente con ello, afila. La falla geológica no lo movió de lo suyo. No en vano decidió bautizarse «orejano». No tiene dueño.

«Por eso en el pago me tienen idea

porque entre los ceibos estorba un quebracho,

porque a todos ellos les han puesto la marca

y tienen envidia de verme orejano».

 

 

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