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Exportar madera para celulosa es como vender ganado en pie

Por Guillermo Pérez 

Aunque recibió muchas críticas, y seguramente recibirá más, y aunque tiene un efecto positivo limitado, el anuncio de que el gobierno de Bordet impulsará la derogación de la ley que prohíbe exportar madera a Uruguay es una de esas señales de esta nueva etapa de la Argentina que entusiasman.

Como entusiasma que un intendente peronista celebre el convite de un gobierno nacional no peronista para encarar políticas conjuntas o como que el gobierno provincial, sin mostrar pretensiones de arquitecto egipcio, intente darle algo de racionalidad a las finanzas provinciales  y volver la mirada a los sectores de la producción independientemente de su color político.

Entusiasma que en las charlas sobre la economía nacional se escuche hablar de productividad y competitividad, dejando claro que hablar de competitividad no implica pedir una nueva devaluación del peso frente al dólar porque eso no es otra cosa que recorrer otro tramo de una espiral que no tiene fin.

La productividad y la competitividad fueron palabras que se demonizaron en los noventa y a quienes las pronuncian se los acusa de respaldar la restauración conservadora. Pero esas dos palabras atraviesan medularmente  la rentabilidad de la producción y el empleo, los dos mayores desvelos de cualquier gestión.

Como no soy un entendido en materia forestal, cuando se conoció el anuncio de Bordet de que se buscará eliminar la prohibición de exportar madera al Uruguay, le pregunté a un amigo que está muy metido el tema por las implicancias y me contestó que la medida beneficia sólo a pocas empresas y sólo se entiende por los vientos de cambio políticos.

Entonces le repregunté si tenía sentido la prohibición. Me respondió que no lo tiene, pero no agrega nada al país. Es como vender vacas en pié.

La diferencia entre vender vacas en pie o carne procesada y entre exportar madera para celulosa o pasta celulósica, está dada por la competitividad: una condición sine qua non de la producción, convertida en una entelequia por los costos financieros, laborales, gremiales, fiscales, la falta de infraestructura para logística y la distorsión de precios.

Cuando los citricultores hablan de la necesidad de contar con mercados para colocar la fruta, están diciendo que necesitan que alguien les pague por sus productos lo suficiente para cubrir todos los costos de producción, reinvertir para mantener las quintas y obtener una ganancia que justifique seguir dedicándose a la actividad. Este último punto es una cuestión subjetiva que cada uno valorará a su modo, la reinversión será una cifra a determinar, pero el esquema de costos es el intríngulis del párrafo anterior, entre otras cosas. Y ese intríngulis es el que determina que un producto tenga mercados o quede fuera de ellos. Aunque en el caso de los productos primarios, el margen para reducir algunos costos es más acotado, es cien por ciento seguro que en la Argentina es posible mejorar la competitividad de los productos acomodando algunos de los ítems que componen la enumeración de aquel párrafo.

Cuando en los ’90 se hablaba de productividad, el término se tradujo en el campo laboral como precarización.

Stanley Fisher, ex director gerente del Fondo Monetario Internacional, decía en aquel entonces que la desocupación involuntaria no existe porque siempre habrá un obrero dispuesto a rebajar sus pretensiones laborales con tal conseguir un empleo.

En el otro extremo, la Argentina garantizó que una persona pueda no trabajar si está dentro de sus pretensiones no hacerlo y una ciudad como Concordia ha llegado al absurdo de tener una de las tasas de actividad más bajas del país con una pobrísima proporción de habitantes que trabajan o buscan trabajo mientras vienen cosecheros de otros lados a la zafra de citrus o arándano.

Entre estos dos extremos se ha perdido el punto de equilibrio que balancee entre la rentabilidad de la producción y el empleo, los dos mayores desvelos de cualquier gestión.

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